Por si a alguien todavía no le queda claro: el demonio existe y los seres humanos no somos de su particular agrado; es más, el muy cobarde, puesto que a Dios no puede hacerle ningún daño directo, decidió herirlo a través de las criaturas que Él más amaba: nosotros. Por eso que nadie se espante, en especial los católicos (su presa favorita), si les digo que el demonio constantemente nos ataca y nos tienta para que ofendamos a nuestro Padre.
El problema es que el demonio es muy astuto, y nosotros, los católicos, muchas veces nos pasamos de ingenuos. Creemos que ir a Misa, rezar el Rosario y tratar de vivir una vida cristiana coherente nos exime automáticamente de toda preocupación por la presencia de este indeseable sujeto. Lamento decir que la realidad no es así. El demonio redobla sus esfuerzos cuando ve coherencia católica en nuestras vidas, asume nuevos rostros y actualiza sus estrategias.
Una metáfora puede ayudarnos: un ladrón quiere entrar a robar en una casa. Merodeando su objetivo y rumiando su plan descubre que ahí vive una joven cuyo novio, a una determinada hora, le lanza piedritas a la ventana para que ella se asome por el balcón y le permita entrar. ¿Qué deberá hacer el ladrón para engañar a la joven? Seguramente lanzar piedritas a la hora correcta solo podría servirle para ganarse un escopetazo del papá. Es obvio que el plan debe consistir en disfrazarse del novio, copiar su modo de andar e imitar la voz para lograr un tono lo más parecido posible.
Creo que es un buen ejemplo para entender cómo se filtra el demonio y sus tentaciones en la vida de un católico. Satanás, al no poder presentarnos la tentación de manera evidente porque sabe bien que sería rápidamente rechazada, cambia de plan e intenta presentarse con pensamientos y estados de ánimo que parecen espirituales, pero que poco a poco nos desvían de la relación con Dios.
Pero, ¿Cuáles son esos pensamientos y estados de ánimo en apariencia positivos y espirituales pero que en el fondo son tentaciones? Veámoslos a continuación:
1.- Centrar la mirada en uno mismo
No sé si a ustedes les habrá pasado, pero cuando yo decidí ser una católica de verdad, uno de los grandes cambios espirituales que Dios me ayudó a hacer fue el de quitar la mirada de mí misma y ponerla en los demás. Descubrí que había más alegría en dar que en recibir y que la alegría del servicio no se comparaba a los pequeños y pasajeros momentos de satisfacción que ofrece el centrarse en una misma. En el combate espiritual es aquí donde el demonio se juega todas sus cartas. Y es que es muy difícil engañar o inducir a pecar a una persona que tiene la mirada y el corazón puestos en Dios y en los demás. Por decirlo de una manera, el amor es la “Kriptonita” del maligno.
Más que el primer punto podríamos decir que esta es la estrategia base que inspirará las demás tentaciones. El demonio necesita que agachemos la cabeza, que centremos la mirada nuevamente en nosotros mismos para poder atacar con efectividad. Este despertar de un amor propio que roza la vanidad es una enfermedad espiritual que los Padres de la Iglesia han llamado: Filaucia. Veamos cuáles son los modos sutiles con los que el demonio trata de inocularla en nuestra vida cristiana.
2. Hacernos creer que la fe es tradición y no relación
La fe católica es una vida de relación con Cristo. Una relación que se manifiesta de muchos modos: en lo que creemos, en lo que queremos, en lo que pensamos y en lo que elegimos. Es una fe que enriquece toda nuestra vida porque es una fe viva, fundada en una relación actual y real con el Señor Jesús.
Cuando la vida del católico está nutrida por un dialogo amoroso con Cristo, el demonio poco o nada tiene que hacer. Su estrategia, por lo tanto, consistirá en desvitalizar esta relación. ¿Cómo lo hace? Pues tratando de que nuestros pensamientos y sentimientos religiosos empiecen a parecernos más una conquista personal que un don recibido. El objetivo del demonio es hacer de nosotros personas religiosas sin Dios. Querrá hacernos creer que podemos mejorar como católicos prescindiendo -paulatinamente- de las exigencias propias de una relación de amistad con Jesús.
Lo que el demonio no nos dirá es que nadie puede apropiarse de la fe sin sofocarla y desvirtuarla. Cuando el católico empieza a percibirse como el principal autor de su vida católica la fe pierde toda la energía que le proporcionaba esa relación con Cristo y se enfría hasta el punto de convertirse en una ideología como cualquier otra. Es decir, en un conjunto de ideas en las que se cree (doctrina), que han modelado las costumbres de una familia o un pueblo (tradición) y que se traducen en una serie de normas de conducta útiles para llevar una vida correcta (moral).
Las consecuencias son obvias. Cuando la fe se convierte en ideología, aburre; se abre una grieta enorme entre la vida concreta y las propias creencias. La Encarnación, la Muerte y la Resurrección de Cristo adquieren repentinamente la misma relevancia que Neptuno, Urano y Saturno en nuestra vida. El demonio ha vencido. Nos ha convertido en católicos bien adoctrinados, asiduos en las prácticas y rituales católicos, moralmente ejemplares… pero muertos por dentro.
3. El apego a las propias ideas o planes
El éxito nos encanta. Somos seres humanos. Queremos que nuestros proyectos salgan bien e incluso rezamos para que esto sea así. Esto no tiene nada de malo, es más, Dios también quiere que nuestras empresas evangelizadoras salgan adelante. Sin embargo, el demonio sabe muy bien que el corazón humano a veces se entrega demasiado a los proyectos propios. El hecho de que nuestras obras busquen la evangelización no nos hace inmunes a desarrollar apegos mundanos con nuestros proyectos. Apegos que nos hacen olvidar la centralidad de Dios y su gracia y nos ponen a nosotros como los protagonistas y los héroes indispensables de ese servicio en concreto. El demonio goza cuando logra disfrazar la filaucia de celo apostólico; por eso nunca está demás poner en las manos del Señor, especialmente en el Sagrario, nuestro corazón y todos nuestros proyectos. Hablar con confianza de cada uno de ellos y dejar que el Señor nos interpele y nos ayude a ponerle siempre a Él en el centro, aunque eso signifique hacer retroceder nuestra hambre de protagonismo.
4. Hacernos sentir los justicieros de Dios
¡Qué lindo! Vivimos la pureza, vamos a misa, pensamos como católicos y ayudamos a las viejitas a cruzar la calle. Agarrémonos entonces de las manos, hagamos un círculo exclusivo y no dejemos entrar a ninguna persona en él. ¿Te parece esta una actitud correcta? ¡Claro que no! pero la dura verdad es que enjuiciar y despreciar a los demás por no vivir o pensar como nosotros es una práctica común cuando la propia vida espiritual no es lo suficientemente madura. Esta es otra gran tentación de la que se vale el demonio para introducir la filaucia en nuestras almas: nos hace experimentar el gusto fariseo de ser los justicieros de Dios; aquellos con poder para definir quién vive la fe y quién no. Inclusive podríamos a hacer largas vigilias de reparación por los pecados de los demás; rezando y llorando por un mundo que se cae a pedazos, cuando a pedazos — en realidad — se desgaja el corazón de Dios al vernos sumergidos en un ciego y torpe amor propio.
La verdad es que los justicieros de Dios, con sus condenas y sus poses, están muy alejados de la mirada de misericordia y amor que Dios nos pide. Es importante que el católico que ha caído en esta tentación identifique aquellos juicios condenatorios o aquellos sentimientos de superioridad que le han embotado el corazón y los ponga con humildad a los pies de Dios.
Solo para mencionarlo, esta tentación también se cuela en el mundo de las ideas. Ocurre cuando nuestra propia interpretación de la fe se vuelve la norma universal para juzgar la reflexión y comprensión que otros tienen de la doctrina católica.
5. Pensamientos personalizados
Como ya comenté, cuando el católico crece en su vida espiritual el maligno debe volverse más refinado para poder introducir su aguijón en nuestras vidas. Un modo muy astuto de hacerlo es el de inspirar pensamientos conforme a las características de la persona, pero no conforme a su propósito; es decir, a quien es valiente le inspirará pensamientos de entrega y coraje, quien es devoto pensamientos de piedad y mortificación, quien es generoso pensamientos en la línea de la caridad y la defensa de los pobres, etc.
El demonio conoce nuestro mundo interior y lo tiene en cuenta. Es fundamental que nosotros también lo conozcamos y sepamos hacer un fino examen de conciencia con vistas a reconocer dónde crece el trigo y dónde fue sembrada la cizaña. Hay muchas cosas buenas y santas que podríamos hacer que no son parte de lo que Dios quiere para nosotros. La prudencia, fundamentada en el plan divino, debe siempre regular a la caridad.
6. La falsa perfección
Esta probablemente te sorprenda. El maligno también es capaz de tentarnos con cosas que podemos superar fácilmente con el objetivo de hacernos sentir personas buenas y luchadoras, con un nivel decente de virtud en nuestras vidas. Se cae así en la trampa más peligrosa, la de la soberbia espiritual. Recordemos que no somos nosotros, hombres y mujeres, los que vencemos al príncipe de las tinieblas, sino que es sólo Dios el que vence, es el Espíritu Santo quien nos comunica la fuerza del Señor para desechar las tinieblas y vencer los engaños del tentador.
Esta soberbia espiritual va de la mano con la falsa creencia de que somos capaces de vencer cualquier tentación si es que nos lo proponemos.
Es esencial saber que la verdadera perfección cristiana se vive en clave de morir y resucitar constantemente. Se expresa en un amor humilde que nunca se pone por encima de los demás ni se envanece con sus logros o capacidades. No halla paz en la auto-contemplación sino en la felicidad de quienes están a su lado. Es una perfección que se sabe profunda y constantemente necesitada del auxilio de Dios porque reconoce su pequeñez ante el misterio del amor al que está llamada. Sus conquistas no las atribuye a sí misma, sino que las agradece porque sabe que siempre son dones recibidos. Ante la perfección cristiana lo único que el maligno puede hacer es controlar su impotencia.
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