Domine, filia mea modo defunca est. «Señor, una hija mía acaba de morir». (Matth. IX, 18)

¡Cuán bueno es Dios! Si hubiésemos de obtener el perdón de parte de un hombre que tuviese de nosotros algún motivo de queja, ¡cuántos disgustos tendríamos que sufrir! No sucede esto de parte de Dios. Cuando un pecador se humilla y se postra y le abraza, según aquéllas palabras de Zacarías: «Convertíos a mí, dice el Señor de los ejércitos y yo me convertiré a vosotros. (Zach. I, 3). Pecadores, dice el Señor: si yo os volví las espaldas es porque vosotros me las volvisteis primero. Tornad a mí, y yo tornaré a vosotros y os ofreceré mis brazos. Cuando el profeta Natán reprendió a David de su pecado, éste exclamó: Peccavi Domine: «He pecado contra el Señor»; y Dios le perdonó inmediatamente, como le anunció el profeta por estas palabras: Dominus quoque transtulit peccatum tuum(II. Reg. XII, 13). Pero vengamos al Evangelio de hoy, en el que se refiere, que cierto príncipe, cuya hija acababa de morir, recurrió inmediatamente a Jesucristo, suplicándole que le restituyese la vida: «Señor, -le dijo-, mi hija acaba de morir, pero ven tu a mi casa, pon la mano sobre ella, y vivirá». Explicando este texto San Buenaventura, se vuelve hacia el pecador y le dice: Tu hija quiere decir tu alma, que ha muerto por la culpa; conviértete presto. Amados oyentes míos, esa hija es vuestra alma que ha muerto por el pecado; convertíos a Dios; más hacedlo presto, porque si tardáis y diferís la conversión de día en día, la cólera celeste caerá sobre vosotros, y seréis precipitados al Infierno. Este es el objeto de la presente plática. En él os haré ver:

El peligro que corre el pecador que tarda en convertirse.

El remedio que debe emplear el pecador que quiere salvarse.

  • Punto I

PELIGRO QUE CORRE EL PECADOR QUE TARDA EN CONVERTIRSE.

  1. San Agustín dice, que hay tres especies de cristianos. Los primeros son aquellos que han conservado su inocencia después del bautismo. Los segundos, los que después de haber pecado se convirtieron, y perseveraron en estado de gracia. Y los terceros pertenecen todos aquellos que cayeron y recayeron en el pecado, y llegan a este estado a la hora de la muerte. Hablando de los primeros y de los segundos, asegura que se salvarán, más en cuanto a los terceros, dice que nada presume y que nada promete; y por estas palabras da claramente a entender, que es muy difícil que se salven. Santo Tomás enseña, que el que está en pecado mortal no puede vivir sin cometer otros pecados. Y antes que él lo dijo San Gregorio: «El pecado que no se borra con la penitencia arrastra a otro pecado con su misma malicia; de donde resulta, que no solamente es pecado, sino causa del pecado»(san Greg. I. 3, Mor. c. 9). Y conforme San Antonino con esta idea, dice: que aún cuando el pecador conozca el bien que es estar en gracia de Dios, sin embargo, como se halla privado de ella siempre recae, por más que se esfuerce por no recaer. ¿Y cómo podrá dar fruto el sarmiento que está separado de la vid? Pues todos los hombres que se hallan en pecado, son otros tantos sarmientos de la vid, esto es de Jesucristo. Por esta razón nos dice el Señor: «Al modo que el

sarmiento no puede de suyo producir el fruto, si no está unido con la vid; así tampoco vosotros, si no estáis unidos conmigo por la gracia». (Joann. XV, 4).

  1. Pero yo, dicen algunos jóvenes, quiero consagrarme presto al servicio de Dios. Esta es la falsa esperanza de los pecadores, que los conduce a vivir en pecado hasta la muerte, y luego al Infierno. Tú, que dices que luego te convertirás a Dios, respóndeme: ¿quién te asegura que tendrás tiempo para hacerlo, y que no te sorprenderá una muerte repentina que te arrebate del mundo antes de poder practicarlo? Esta posibilidad manifiesta San Gregorio (Hom. 12 in Evang.), donde dice: «El Señor que prometió el perdón al que se arrepiente de su culpa, no prometió conceder tiempo para convertirse al que quiere perseverar en el pecado». Asegura el pecador que se convertirá después; pero Jesucristo afirma, que no nos corresponde a nosotros el saber los tiempos y momentos que Dios tiene reservados a su poder soberano. San Lucas escribe que nuestro divino Salvador vió una higuera que no había dado fruto en tres años seguidos. (Luc. XIII, 7). Por lo cual dijo al que cultivaba la viña : «Córtala; ¿para que ha de ocupar terreno en balde?» (Ibid). Tú pecador, que dices que después te dedicarás al servicio de Dios, respóndeme: ¿para que te conserva vivo el Señor? ¿Acaso para que sigas pecando? No, sino para que abandones el pecado y hagas penitencia. (Rom. II, 4). Y ya que no quieres enmendarte, diciendo que después lo harás, teme no sea que diga el Señor: Córtale; pues ¿para que ha de vivir en la tierra? ¿Acaso para seguir ofendiéndome? ¡Ea! Cortadle presto y echadle al fuego, porque es árbol que no da fruto. Omnis ergo arbor, quæ non facit fructum bonum, excidetur, et in ignem mittetur. (Matth. III, 10).

  2. Más supongamos que el Señor te dé tiempo para convertirte; si no lo haces ahora, ¿lo harás acaso después? Sepas que los pecados son otras tantas cadenas que sujetan al pecador, y le impiden entrar por el camino de la gracia. Hermano mío, si no puedes romper las cadenas que te atan al presente, ¿podrás por ventura, romperlas después, cuando sean más fuertes por los nuevos pecados que cometas? Esto mismo demostró el Señor un día al abad Arsenio, como se refiere en las Vidas de los Padres. Para darle a entender a dónde llega la locura de los que dilatan la penitencia, le hizo ver un etíope que no pudiendo levantar del suelo un haz de leña, el seguía aumentándolo; por lo cual le era imposible levantarlo. Y luego le dijo: Lo mismo hacen los pecadores: desean verse libres de los pecados cometidos, y cometen otros nuevos. Estos nuevos pecados los inducen luego a cometer otros de mayor malicia, y en mayor número. Vemos el ejemplo de esto en Caín, que, primeramente, tuvo envidia a su hermano Abel, luego le aborreció, después le mató, y últimamente, desesperó de la divina misericordia, diciendo: «Mi iniquidad es tan grande, que no merece perdón». (Gen. IV, 13). Del mismo modo Judas, primeramente, cometió pecado de avaricia, después entregó a Jesucristo, y, últimamente, se quitó la vida. Todos estos efectos son del pecado; porque atan al pecador, y le esclavizan de tal modo, que el desgraciado conoce su ruina y la busca: Iniquitates suæ capiunt impium. (Prov. v, 22).

  3. Los pecados, además, agravan tanto al pecador, que no le permiten pensar en el Cielo ni en su salvación eterna. Dominado de esta idea David, exclamaba: «Mis maldades sobrepujan por encima de mi cabeza, y como una carga pesada, me tienen agobiado». (Psal. XXXVII, 5). Viéndose en semejante estado el desgraciado pecador, pierde el uso de la razón, no piensa sino en los bienes de la tierra, y se olvida del juicio divino, como dice Daniel (13, 9), por estas palabras: «Perdieron el juicio, y desviaron sus ojos para no mirar al Cielo, y para no acordarse de los justos juicios del Señor».

Su ceguedad llega hasta el punto de odiar la luz temiendo que la luz turbe sus indignos placeres; porque quien obra mal, aborrece la luz, como dice San Juan (III, 20): Qui male agit, odit lucem. De esta ceguedad dimana, que estando sin vista estos infelices, andan de pecado en pecado, y todo lo desprecian: amonestaciones, divinas inspiraciones, Infierno, Gloria y al mismo Dios. Porque como se lee en los Proverbios: «De nada ya hace caso el impío cuando ha caído en el abismo de los pecados». (Proverb. XVIII, 3).

  1. Dice Job (16, 15) : «Me ha despedazado con heridas sobre heridas; el cual gigante se ha arrojado sobre mí». Cuando el hombre vence una tentación, adquiere mayor fuerza para vencer la segunda, y el demonio la pierde. Pero, al contrario; cuando cede a la tentación, el demonio adquiere fuerzas de gigante, y el hombre queda tan debilitado, que no tiene fuerzas para resistirlo. Al sentirse uno herido de la mano del enemigo, le faltan las fuerzas; si luego recibe otra, queda tan debilitado, que ni siquiera podrá defenderse. Pues esto mismo sucede a los necios que dicen: Después me dedicaré al servicio de Dios. ¿Cómo han de poder resistir al demonio, después que hayan perdido las fuerzas y se hayan gangrenado sus heridas? Con razón clamaba el real Profeta, diciendo: «Enconáronse y corrompiéronse mis llagas a causa de mi necedad». (Psal. XXXVII, 6). En un principio es cosa fácil curar las llagas; pero, después que se han gragrenado, es cosa muy difícil, porque entonces es preciso aplicarles el fuego; y aún con esta medicina, hay muchas personas que no curan.

  2. Más, dirá alguno:San Pablo dice: que Dios quiere que todos se salven: Omnes homines vult salvos fieri. (I. Tim. I, 15). Y Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, como lo asegura el mismo Apóstol: Christus Jesus venit in hunc mundum peccatores salvos facere. (I, Tim. I, 15). He aquí la contestación: Sí; Dios quiere que todos los hombres se salven; ¿quién lo niega? Pero aquellos que quieren salvarse; más no aquellos que quieren su condenación. También es verdad, que Jesucristo vino a salvar a los pecadores; más no a pecadores obstinados que aman el pecado y desprecia a Dios. Para salvarnos necesitamos dos cosas: la primera, la gracia de Dios; la segunda, nuestra cooperación. Por esta razón dice el Señor: «Yo estoy a la puerta de vuestro corazón, y llamo: si alguno escuchase mi voz y me abriere la puerta, entraré en él». (Apoc. III, 20). Luego , para que la gracia de Dios entre en nosotros, es necesario que obedezcamos a su voz y le demos entrada a nuestra salvación con temor y temblor. Con estas palabras nos manifiesta, que debemos contribuir con nuestras buenas obras al logro de nuestra salvación; porque, de otro modo, el Señor nos dará sólo la gracia suficiente y no la eficaz, sin la cual, como dicen los teólogos, no nos salvaremos. Y la razón de esta conducta es la siguiente: El que esté en pecado y sigue pecando, cuanto más apego tiene a la carne, más se aleja de Dios. ¿Cómo, pues, puede Dios acercársenos con su gracia, cuando nosotros nos estamos alejando más de Dios por el pecado? Es claro que entonces Dios se retira de nosotros, y cierra la mano que antes tenía abierta para dispensarnos mercedes; lo cual confirma el mismo Dios por el profeta Isaías con estas palabras: «Y dejaré que se convierta la tierra en un erial, y mandaré a las nubes que no lluevan gota sobre ella». (Isa. V, 6). Esta tierra es el alma del pecador que Dios va abandonando; y las nubes son sus inspiraciones y su gracia que fecundan nuestras almas, así como el agua de las nubes fecundiza la tierra. Cuando el alma sigue ofendiendo a Dios, el Señor la abandona y le niega sus auxilios. Entonces la desgraciada carece del remordimiento de la conciencia y de la luz, y se aumenta su ceguedad y la dureza de su corazón; y, finalmente, se hace insensible a las divinas inspiraciones y a las máximas evangélicas, y sigue los funestos ejemplos de otras almas rebeldes como ella, que fueron por sus pecados a parar en el abismo del Infierno.

  3. A pesar de todo esto, el pecador obstinado suele decir: Más ¿quién sabe si Dios se apiadará de mí, como ya lo ha hecho con otros grandes pecadores? Pero a esta pregunta responde San Juan Crisóstomo de este modo: «Dices, que quizá se apiadará. ¿Porqué dices quizá? Es cierto que sucede alguna vez; pero piensa que tratas de la salvación de tu alma». (S. Joan Crysost. Hom. 22, in 2 Cor.) Es cierto digo yo también, que Dios ha salvado a grandes pecadores por medio de ciertas gracias extraordinarias; pero estos son casos rarísimos, son prodigios y milagros de la gracia, con los cuales ha querido Dios demostrar a los pecadores la grandeza de su misericordia. Y, regularmente, con aquellos pecadores indecisos que no acaban a determinarse, se determina el mismo Dios a enviarlos al Infierno, con arreglo a las amenazas que les ha hecho Dios tantas veces, como consta en la Sagrada Escritura. Dice el Señor: «Menospreciasteis todos mis consejos y ningún caso hicisteis de mis reprensiones: yo también miraré con risa vuestra perdición a la hora de la muerte». (Prov. I, 25 et 26). Y en el v. 28 añade: «Entonces me invocarán, y no les oiré». Dios sufre las ofensas, más no las sufre siempre; y cuando llega el momento de castigarlas, castiga las pasadas y las presentes.

  4. Empero, Dios está lleno de misericordia, dice el pecador. Cierto que está lleno de misericordia; pero no obra sin razón ni juicio. El usar siempre de misericordia con el que quiere seguir ofendiéndole, no sería bondad en Dios, sino estupidez. Y el Señor dice por San Mateo (XX, 15): «¿Has de ser tu malo porque yo soy bueno?». El Señor realmente es bueno, pero también es justo, y por lo mismo nos exhorta a que observemos sus mandamientos si queremos salvarnos.Si Dios tuviese misericordia de los buenos y de los malos, de modo, que concediese la gracia de convertirse indistintamente a todos antes de morir, esta manera de obrar sería hasta para los buenos una grande tentación de perseverar en el pecado. Más no lo hace así; sino que cuando ha apurado su misericordia, castiga y no perdona. «En el invierno no se puede trabajar por el frío, y el sábado porque lo prohíbe la ley». Las palabras de San Mateo significan que vendrá tiempo para los pecadores impenitentes, que querrán dedicarse al servicio de Dios, y se lo impedirán sus malos hábitos.

Punto II

REMEDIO PARA SALVARSE EL QUE SE HALLA EN PECADO.

  1. Preguntó uno a Jesucristo, cuando iba enseñando por las ciudades y aldeas de camino para Jerusalén: Señor, ¿Es verdad que son pocos los que se salvan? Él en respuesta, dijo a los oyentes: «Procurad entrar por la puerta angosta; porque os aseguro que muchos buscarán como entrar, y no podrán». (Luc. XIII, 23 et 24). Dice el Señor por estas palabras, que muchos quieren entrar en el Cielo, más no entran. ¿Y porqué no entran? porque quieren entrar sin incomodidad, y sin hacerse violencia para abstenerse de los placeres. La puerta del Cielo es angosta, y es menester fatigarse y esforzarse para entrar en ella. Y debemos persuadirnos, que no siempre podremos hacer mañana lo que podremos hacer hoy. El no creer esta verdad es lo que conduce a tantas almas al Infierno. El alma que hoy es fuerte, mañana será más débil, como hemos dicho antes, estará más obcecada y más dura, le faltarán los auxilios divinos; y de este modo morirá en su pecado. Puesto que conoces, ¡Oh pecador! que es necesario dejar el pecado para salvarte, ¿porqué no lo dejas en el instante que Dios te llama? Si le has de dejar alguna vez, decía San agustín, ¿porque no le dejas ahora? La ocasión

que tienes al presente de poner remedio a tu mala vida, quizá no la tendrás después; y aquella misericordia que Dios usa ahora contigo, quizá no la usará mañana. Por tanto, si quieres salvarte, haz presto lo que tendrías que hacer tarde. Confiésate cuanto antes puedas, y teme que cualquier tardanza puede causar la ruina de tu alma.

  1. Escribe San Fulgencio: Si estuvieses enfermo, y el médico te ofreciese un remedio seguro para sanarte, ¿dirías acaso entonces, no quiero sanar ahora porque espero sanar mañana? Y cuando se trata de la salud del alma, ¿hemos de querer perseverar en el pecado, diciendo: espero que Dios también será misericordioso conmigo mañana? Y si el Señor no quiere serlo mañana por sus altos juicios, ¿cuál será tu muerte? ¿No quedarás condenado para siempre? He ahí porqué nos dice el Apóstol, que obremos el bien mientras tenemos el tiempo. Y por lo mismo nos exhorta el Señor a estar en vela y defensa de nuestras almas, «porque no sabemos cuando ha de venir a tomarnos cuenta de nuestra vida». (Matth. XXV, 13).

  2. «Tengo siempre mi alma en la mano en un hilo», decía el real Profeta. El que lleva en un dedo un diamante de gran valor, mira en cuando su mano para asegurarse si está allí el diamante. Pues el mismo cuidado debemos tener de nuestra alma, que es el diamante más precioso que poseemos. Y si por desgracia la perdemos por algún pecado, debemos tomar inmediatamente todas las medidas para recobrarla, recurriendo a nuestro divino Salvador, como lo hizo la Magdalena, que corrió a postrarse a los pies de Jesucristo, luego que conoció el estado en que se hallaba, y lloró hasta obtener el perdón. Escribe San Lucas:Jam enim securis ad radicem arborum posita est. (Luc. III, 9). Sabed, pecadores, que la segur de la justicia divina esta amenazando al que vive en pecado. Temblad del golpe que va a descargar su venganza. Pero al mismo tiempo, alentaos almas cristianas; y si os domina algún mal hábito romper sin tardanza sus ligaduras, y no seáis esclavas del demonio. «¡Oh hija de Sión, que vives cautiva! -dice Isaías a las almas de los pecadores-, sacude de tu cuello el yugo». (Isa. LII, 2).

Y San Ambrosio añade: «Has puesto el pie sobre la boca del volcán, que es el pecado que conduce a la puerta del Infierno; levántate y retrocede; porque de otro modo caerás en un abismo de donde no podrás salir».

Yo tengo un mal hábito que me domina, exclama el pecador. Pero si tu quieres dejar el pecado, ¿quién te obligará a pecar? Todos los malos hábitos y todas las tentaciones del Infierno se vencen con la gracia de Dios. Encomiéndate a Jesucristo, pídele su amparo, y Él te dará fuerzas para vencer. Cuando, empero, te veas en alguna ocasión próxima de pecar, es necesario que se evite prontamente, porque, de otro modo, volverás a caer.

San Jerónimo dice: que no debemos detenernos a desatar la tentación, sino que debemos cortarla de un golpe: Potius præscinde, quam solve. Ve presto, hermano mío, a buscar un confesor, y él te dirá lo que debes practicar. Y si por desgracia cometieses después algún pecado mortal, confiésale aquél mismo día, o aquella noche si puedes. Escucha, finalmente, lo que ahora te digo: Dios está dispuesto a socorrerte, y tu salvación depende de tí. Tiembla, pues ¡Oh Cristiano! porque estas palabras mías te atormentarán como otras tantas espadas por toda la eternidad en el Infierno si ahora las desprecias.

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