Recuerdo que hace tiempo me topé con una viñeta en la red que decía algo así como “en el colegio nos enseñan a hablar en muchos idiomas y no nos enseñan a escuchar en ninguno”. Me estremeció al leerlo. Me pareció una realidad dramática. ¿Es eso verdad? Yo estoy en la escuela y veo el vaso medio lleno, a veces, y otras veces, medio vacío.
La escucha es un mandato del Señor. Cuando aquel hombre le preguntó cuál era el mandamiento principal, Jesús respondió con el “Escucha Israel, amarás al Señor tu Dios…”. Escuchar es la introducción al mandamiento del amor. Sin escucha no puede haber amor posible. Sin poner el otro en el centro, sin darle voz, sin entenderle, acogerle y comprenderle… no puede amor posible.
En Getsemaní, en las horas previas a su muerte, Jesús escuchó la voluntad de su Padre. Sin ese momento de escucha, ¿hubiera sido posible la aceptación terrible de la cruz, la donación extrema? ¿Qué hubiera pasado si Jesús se hubiera dedicado a sacar sus propias conclusiones, a priorizar sus ideas y sus planes? Jesús escuchó. Y amó.
Me reconozco como una persona mediocre en el amor. Vivo con la eterna sensación de que podría amar más y mejor a los que me rodean, empezando por mi mujer y mis hijos y terminando por aquellos que se cruzan en mi día a día. Les escucho poco. Les hablo, les pido, les cuestiono, les juzgo, les digo lo que tienen que hacer, les paso por encima con mi manera de ver las cosas, pero les escucho poco. Y con Dios pasa otro tanto de lo mismo. Me autoengaño pensando que mi vida le tiene en el centro pero lo cierto es que dedico poco tiempo a la oración, a la contemplación, a la escucha de su voluntad, al silencio del encuentro.
Las cosas nos siempre me salen bien. La felicidad no siempre es completa. Y mientras me pregunto por qué y qué puedo hacer, Dios sigue esperando que le escuche, que le vaya a ver a la capilla y que simplemente me dedique a poner el oído a punto. Tan sencillo. Tan complicado. Señor, ayúdame a escucharte mejor. Señor, ayúdame a escuchar mejor a mi prójimo. Te necesito.
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